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martes, 20 de septiembre de 2016

DE CESAR HILDEBRANDT BLOG


 El olor del dinero
Los neoyorquinos en masa fueron alcanzados antes de ayer por un olor parecido al gas butano, un olor a flato universal, a amenaza de sarín inventado (porque el gas sarín real es inodoro) y, en suma, un olor a necesidad pública que venía de más allá del río Hudson mirado desde la orilla de Manhattan.
Nueva York es una ciudad maravillosa y loca donde, alguna vez y en un solo día, este columnista fue interceptado por un mendigo asaltante que recaudaba fondos para su crac y, pasados unos minutos, vio cómo un hombre impecablemente vestido de la cintura para arriba –pero carente de pantalones y apenas luciendo unos calzoncillos ralos– se empeñaba, con argumentos constitucionales, en entrar en un restaurante de lujo custodiado por dos gorilas entrenados para rechazar a estrafalarios como él.
Nueva York es Babel pero sin Antiguo Testamento. Es una ciudad que el dinero ha querido ennoblecer a la fuerza para que parezca un pedazo de Europa y pueda competir, culturalmente hablando, con Boston o Filadelfia. Pero uno sale del Moma y se encuentra con un taxista etíope, un salchichero salvadoreño y una mesera haitiana que no se ha limpiado bien las uñas. Y no te digo si caminas por Queens, dondo todo es posible y nadie es amable y no sabes de dónde saldrá un colombiano con una bazuca rumbo a su trabajo.
Pero Nueva York es también Broadway caminado entre sus luces, óperas majestuosamente montadas y, de pronto, Woody Allen comiéndose un omelet con cara de mosquita muerta (por lo menos así era, hasta que Woody decidió ganar su guerra de Corea propia y hubo de huir a Londres). Y también es el ombligo del mundo en cuanto a cine mundial se refiere y a librerías de todos los gustos.
Toda esta breve crónica neoyorquina me sirve para imaginar la cara que habrán puesto las secretarias de piernas largas y los ejecutivos despiadados camino a sus búnqueres cuando empezó la ola de ese olor que nadie ha podido describir con exactitud.
Ahora se sabe que ese olor puede haber provenido de los residuos industriales y vertederos de desechos comunes del condado de Secaucus, en el fronterizo estado de Nueva Jersey. Es decir, puede haberse tratado de un olor a mierda venteada –asqueroso pero inofensivo desde el punto de vista de la seguridad–. Porque cuando las narices empezaron a fruncirse y las preguntas a hacerse el alcalde Bloomberg ordenó la evacuación de algunas escuelas, el cierre de ventanas y la interrupción de los trenes que tuviesen como destino a Manhattan.
Así de paranoica se ha vuelto Nueva York desde aquello del 11 de septiembre. Un basurero maloliente puede parecer un ataque aéreo de algún vengador tóxico, así como una cara demasiado marrón y una conducta huraña te pueden costar una detención inmediata en el mostrador de una aerolínea.
Yo dudo, sin embargo, que el famoso olor haya provenido de residuos provenientes de la ciudad de los Soprano. Algo me dice que ese olor, que imagino como coles hirviendo en el cielo, es el olor de la bolsa de Nueva York, el olor del dinero, el olor de las empresas vinculadas al aparato militar cuyas acciones ayer crecieron levemente mientras aviones norteamericanos sobrevolaban Bagdad, vigilaban Kabul y bombardeaban Mogadiscio, Somalia, causando más de 30 muertos en una nueva guerra ajena. Para mí que así huelen los cadáveres islámicos cuando se mezclan con el aroma del uranio empobrecido de las balas y el fósforo de las bombas en el que ardes gritando que Alá es lo más grande.
ENERO 2007